martes, 3 de febrero de 2009

FRIEDRICH NIETZSCHE- AURORA.



Prólogo

[...] Sobre lo que menos se ha pensado hasta ahora ha sido sobre el bien y el mal; siempre se consideró como una cosa muy peligrosa. La conciencia, la buena opinión, el infierno, y aun a veces la misma policía, no permitían ni permiten mostrarse imparcial en este terreno; y es que en presencia de la moral, como en presencia de toda autoridad, no es lícito reflexionar ni menos hablar: ¡allí hay que obedecer! Desde que el mundo es mundo, ninguna autoridad ha querido todavía dejarse tomar por objeto de crítica; y llegar a la crítica de la moral, tener como problema la moral, ¿cómo?, ¿no ha sido esto siempre, no lo es aún, lo inmoral?

La moral, sin embargo, no dispone de toda clase de medios de intimidación para mantener a distancia las investigaciones críticas, ni de instrumentos de tortura: su certidumbre reposa más bien en una cierta especie de seducción que ella sola conoce: sabe entusiasmar. A veces solo con una sola mirada sabe paralizar la voluntad crítica, o también atraerse a ésta, captársela, y hay caso también en que sabe volverla contra sí misma; de suerte que, termine como el escorpión , hundiendo el aguijón en su propio cuerpo. Pues desde hace mucho tiempo la moral conoce toda suerte de diabluras en el arte de convencer; hoy día, aún no hay orador que no se dirija a ella para pedirle socorro (escuchemos, por ejemplo, a nuestros mismos anarquistas: ¡cómo apelan a la moral para convencer! Terminan llamándose a sí mismos �los buenos y los justos�). Y es que la moral, en todos los tiempos, desde que se habla y se trata de convencer en la tierra, se ha afirmado como la mejor maestra de seducción, como la verdadera Circe de los filósofos.

[...] Siendo mi libro como es una obra pesimista, no sólo en el terreno moral, sino también en un ámbito que trasciende la fe en la moral, ¿será entones un escrito genuinamente alemán? Porque lo cierto es que representa una contradicción, aunque eso no sea una cosa que me asuste: rechaza la fe en al moral, ¿por qué? ¡Por moralidad! ¿Cómo llamar si no a lo que sucede en este libro, a lo que nos suceda a nosotros, aunque prefiramos usar un término más modesto? Porque no hay duda: también a nosotros nos habla un deber; también nosotros obedecemos a una severa ley que se halla por encima de nuestras cabezas; y ésta es la última moral que podemos seguir entendiendo, la última moral que incluso nosotros podemos todavía vivir; pues si en algún sentido seguimos siendo hombres de conciencia, es precisamente en éste. No queremos volver a lo que consideramos superado y caduco, a lo que no juzgamos digno de crédito, ya sea Dios, la virtud, la verdad, la justicia, el amor al prójimo, etc.; no queremos seguir una vía engañosa que nos lleve otra vez a la vieja moral. Sentimos una honda aversión hacia todo lo que hay en nosotros que trata de acercarnos a eso, y servir de mediador entre ello y nosotros; somos enemigos de todas las clases de fe y de cristianismo que subsisten hoy en día; enemigos de todo romanticismo y de todo espíritu patriotero; enemigos también, en cuanto artistas, del refinamiento artístico, de la falta de conciencia artística que supone el tratar de persuadirnos de que debemos adorar aquello en que ya no creemos; enemigos, en suma, de afeminamiento europeo (o del idealismo, si se prefiere) que tiende eternamente hacia las alturas, y que por ello mismo, rebaja eternamente. [...]

Alta-Engandina, otoño de 1886
Friedrich Nietzsche



ORIGEN Y SIGNIFICADO. ¿Por qué vuelve siempre a mí este pensamiento y me sonríe con aspectos cada vez más variados? El pensamiento de que antaño los pensadores, cuando estaban en el camino que llevaba al origen de las cosas, siempre creían encontrar algo que al parecer tenía que tener, para cada acción y juicio, un significado inestimable; que la salvación humana se supusiera siempre dependiente de un pleno conocimiento del origen de las cosas: mientras que nosotros hoy, por el contrario, cuanto más perseguimos el origen, tanto menos participamos de él con nuestros intereses; más aún, todas las valoraciones y los �intereses� que hemos puesto en las cosas pierden su sentido cuanto más retrocedemos con nuestro conocimiento para llegar a las cosas mismas. Con el pleno conocimiento del origen aumenta la insignificancia del origen: mientras que la realidad mas próxima, lo que está alrededor y dentro de nosotros, comienza poco a poco a mostrar aspectos y bellezas y enigmas y riquezas de significado, cosas con las que ni siquiera soñaba la humanidad más antigua. En un tiempo los pensadores vagaban devorándose de rabia como animales en cautiverio, dedicados siempre a espiar los barrotes de su jaula y listos a saltar sobre ellos para romperlos: y parecía dichoso aquel que creía ver, a través de una abertura, algo de lo que había fuera, más allá y en lontananza.�



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LAS PALABRAS NOS OBSTACULIZAN EL CAMINO. Siempre que los hombres de las primeras épocas introducían una palabra creían haber realizado un descubrimiento, haber resuelto un problema. ¡Qué error el suyo! Lo que habían hecho era plantear un problema y levantar un obstáculo que dificultaba su solución. Ahora, para llegar al conocimiento, hay que ir tropezando con palabras que se han hecho duras y eternas como piedras, hasta el punto de que es más difícil que nos rompamos una pierna al tropezar con ellas que romper una palabra.


UN NUEVO SENTIMIENTO BÁSICO: NUESTRA NATURALEZA DEFINITIVAMENTE PERECEDERA. Antiguamente se intentaba despertar el sentimiento de la soberanía del hombre, apelando a su origen divino. Este camino nos está hoy vedado, pues en su entrada hay un mono, con otros animales de aspecto no menos espantoso. Ese mono rechina los dientes, como si dijera: �¡No avances en esta dirección!� En consecuencia se intenta ir en dirección opuesta: el camino que sigue la humanidad debe servir de prueba de sus soberanía y de su naturaleza divina. Pero, lamentablemente, esto tampoco conduce a nada. Al final de ese camino se encuentra el sarcófago del último hombre que entierra a los muertos (con esta inscripción: Nihil humani a me alienum puto).

Cualquiera que sea el grado que pueda alcanzar la evolución humana -y acaso terminará siendo inferior a lo que fue al principio-, no tiene medio alguno de acceder a un orden superior, como la hormiga o el tábano. Acabada su carrera terrenal, el hombre está muy lejos de entrar en la eternidad o de reposar en el reino de los cielos. El devenir arrastra tras de sí todo el pasado. ¿Por qué un pequeño planeta y una miserable especie animal de ese planeta iban a constituir una excepción en medio de ese espectáculo eterno? Dejemos a un lado estos sentimentalismos.


EL ORIGEN DE LAS RELIGIONES. ¿Cómo es posible que alguien considere como una revelación lo que no es más que su propia opinión sobre las cosas? Pues éste es el problema del origen de las religiones: que siempre ha habido un individuo en el que podía darse este fenómeno. La primera condición es que creyera previamente en las revelaciones. Un buen día, le asalta de pronto una nueva idea, su idea, y lo que tiene de embriagador toda gran hipótesis personal que afecte a la existencia y al mundo entero, penetra con tanta fuerza en su conciencia, que no se atreve a pensar que él es el creador de semejante beatitud, y atribuye la causa y el origen de su pensamiento a su Dios, a una revelación de ese Dios. ¿Cómo va a ser un hombre el causante de una felicidad tan enorme? Se pregunta con una duda pesimista. Pero hay, además, otros impulsos que actúan en secreto: por ejemplo, se refuerza ante sí una opinión sintiéndola como revelación, borra su carácter hipotético, la sustrae a la crítica, a la duda incluso, la hace sagrada. [...]


HAY DOS CLASES DE NEGADORES DE LA MORAL. Negar la moralidad eso puede querer decir ante todo: negar que los motivos éticos que pretextan los hombres sean los que realmente les han impulsado a sus actos; esto equivale, pues, a decir que la moralidad es una cuestión de palabras y que forma parte de esos groseros engaños, groseros o sutiles (las más veces, autoengaños), propios del hombre, sobre todo del hombre célebre por sus virtudes. Y luego: negar que los juicios morales se basen en verdades. En ese caso, se concede que juicios son verdaderamente los motivos de las acciones, pero que son errores, fundamentos de todos los juicios morales, los que lanzan a los hombres a sus acciones morales. Este último punto de vista es el mío; sin embargo, yo no niego que en muchos casos una sutil desconfianza a la manera del primero, es decir, al estilo de La Rochefoucauld, no sea, en su lugar y en todos los casos, de un utilidad general. Yo no niego, por consiguiente, la moralidad como niego la alquimia; y si niego las hipótesis, no niego que haya habido alquimistas que han creído en dichas hipótesis y se han basado en ellas. Niego del mismo modo la inmoralidad; no que haya un infinidad de hombres que se sienten inmorales, sin que hay en realidad una razón para que se sientan tales. Yo no niego, como es natural -si admitimos que no soy un insensato- que sea preciso evitar y combatir muchas acciones que se denominan inmorales: del mismo modo que es necesario realizar y fomentar muchas de aquéllas que se denominan morales; pero creo que hay que hacer ambas cosas, por otras razones que las antiguas y tradicionales. Es necesario que cambiemos nuestra manera de ver, para llegar por fin, quizá demasiado tarde, a renovar nuestra manera de sentir.


NUESTRO DERECHO A LA LOCURA. ¿Cómo debemos actuar? ¿En función de qué motivos? Cuando se trata de las necesidades inmediatas y diarias del hombre, resulta fácil responder a estas preguntas; pero cuanto más profundizamos en el campo más amplio e importante de los actos más complejos, el problema se hace difícil de resolver y es más afectado por la arbitrariedad. Sin embargo, en este tema hay que eliminar todo elemento de arbitrariedad; mientras que la moral exige precisamente que el hombre se deje guiar en sus actos -actos cuyos fines y medios no percibe automáticamente-, de una forma constante, por un miedo y una reverencia oscuros. Esta autoridad de la moral dirige pensar equivocadamente; al menos así es como suele defenderse la moral frente a sus detractores. Falso equivale, pues, a peligroso; pero peligroso ¿por qué?

Generalmente lo que tienen en cuenta los promotores de la moral autoritaria no es la bondad de un acto, sino el peligro que tales promotores correrían, la pérdida de poder o de influencia que podrían sufrir desde el momento en que se reconociera a todo el mundo, insensata y arbitrariamente, el derecho a obrar con arreglo a su razón grande o pequeña; ya que los defensores de la moral autoritaria no dudan en hacer, por su cuenta, uso del derecho a la arbitrariedad y a la locura y ordenan, aunque las preguntas, ¿qué debo hacer? Y ¿qué móviles deben impulsar mi acción? Sólo pueden ser respondidas de una forma laboriosa y difícil. Si la razón humana se ha desarrollado con tanta lentitud que hasta cabe negar su crecimiento a lo largo de la historia, ¿a qué hay que imputar este fenómeno sino a esta solemne presencia (a esta omnipresencia, diría yo) de los mandamientos morales, que ni siquiera permite al individuo que se plantee el porqué y el cómo de sus actos? ¿No trata de suscitar la educación en nosotros sentimientos patéticos, de hacernos huir a las tinieblas cuando nuestra naturaleza necesitaría conservar tuda su claridad y su sangre fría, por así decirlo, en todas las circunstancias elevadas e importantes?


EL MUNDO DESCONOCIDO DEL �SUJETO�. No hay nada que resulte más difícil de conocer al hombre que el desconocimiento que tiene de sí mismo, desde los tiempos más remotos hasta hoy, y no sólo respecto al bien y al mal, sino también respecto a cuestione mucho más importantes. De acuerdo con una vieja ilusión, creemos saber con toda exactitud cómo se lleva a cabo una acción humana en casa caso particular. No sólo Dios que �ve en el fondo de los corazones�, y el hombre que obra y reflexiona sobre su acción, sino cualquiera otra persona está segura de entender el fenómeno de la acción que lleva a cabo su prójimo. Todos los antiguos y casi todos los modernos creían y siguen creyendo que sabemos lo que queremos y lo que hacemos, que somos libres y responsables de nuestros actos y que hacemos a los demás responsables de los suyos, que podemos designar todas las posibilidades morales, todos los movimientos internos que preceden a un acto, que cualquiera que sea la forma de actuar, nos comprendemos a nosotros mismos y comprendemos a todos los demás. Sócrates y Platón, que en esta cuestión se mostraron como grandes escépticos y como admirables innovadores, fueron, sin embargo, excesivamente crédulos en lo relativo a este nefasto prejuicio, al profundo error de pretender que el entendimiento recto debe ir seguido necesariamente de la acción recta. A causa de este principio todos los grandes hombres heredaron la locura y la pretensión universales de suponer que se conoce la esencia de un acto. La única razón que esgrimen esos grandes hombres para demostrar tal idea es que seria horrible que la comprensión de la esencia de un acto recto no fuera seguida del acto recto correspondiente; lo contrario les parece algo impensable y absurdo. Y, sin embargo, lo contrario es precisamente, lo que corresponde a la realidad desnuda, tal y como ésta aparece diaria y constantemente, desde toda la eternidad. ¿No es una verdad terrible que lo que podemos saber de un acto no sea nunca suficiente para llevarlo a cabo; que hasta hoy no se haya podido explicar en ningún caso el tránsito que va del entendimiento de un acto a la realización del mismo? Los actos no son nunca lo que parecen. ¡Nos ha costado tanto trabajo darnos cuenta de que lo externo no es como nos parece! Pues bien: lo mismo sucede con el mundo interno. Las acciones morales son en realidad �algo más�, no podemos añadir nada más: y todas las acciones nos son esencialmente ignotas�. [...]


EXPERIENCIA VIVIDA Y FICCIÓN POÉTICA.. Por más que se haga progresar el conocimiento de uno mismo, nada podrá ser nunca más incompleto que el cuadro de todos los instintos que constituyen su naturaleza. Difícilmente podrá dar un nombre a los más groseros de entre ellos: su número y su fuerza, su flujo y reflujo, el juego alternado de uno con el otro y sobre todo las leyes de su nutrición le serán siempre desconocidos. Esta nutrición se convierte, pues, en obra del azar; nuestros íntimos acontecimientos de cada día arrojan ora a uno, ora a otro de los instintos una presa que de inmediato se aferran con avidez, pero el eterno ir y venir de estos sucesos se encuentra fuera de cualquier nexo racional con las exigencias nutritivas de todos los instintos sin excepción: de modo que se presentará siempre un fenómeno doble, el estar hambrientos y el languidecer de unos, y el estar ahítos, en cambio, de otros. Cada momento de nuestra vida hace crecer algunos tentáculos de nuestro ser y atrofia, en cambio, otros, de acuerdo precisamente con la nutrición que ese determinado momento lleva o no en sí. Nuestras experiencias, como se ha dicho, son todas, en este sentido, medios de alimentación, pero esparcidos a ciegas, sin saber quién tiene hambre y quién está ya satisfecho. Y como consecuencia de esta nutrición casual de las partes, también el pólipo desarrollado totalmente será algo igualmente casual, como su devenir. Para ser más claros: supongamos que un instinto se encuentre en el momento en que desea satisfacerse -o ejercer su fuerza, o liberarse de ella, o llenar un vacío (éste es un discurso totalmente metafórico)-, considerará todo acontecimiento del día con vistas al modo en que podrá servirse para sus fines; camine el hombre o repose, se encolerice, lea, hable, combata o se regocije, el instinto, en su sed, palpa, por así decir, todas las condiciones en que se encuentra el hombre, y en muchos casos no halla en dichas condiciones nada para sí, de modo que debe esperar y seguir sintiendo sed. Un poco más de tiempo y languidece, un par de días más o de meses de insatisfacción, y se seca como una planta sin lluvia. Tal vez esta crueldad del azar se manifestaría de manera aún más notable si todos los instintos quisieran llegar hasta el final como el hambre, que no se satisface con alimentos soñados; pero la mayoría de los instintos, especialmente los denominados instintos morales, se satisfacen justamente con esto, si es lícita mi suposición, porque el significado y el valor de nuestros sueños es precisamente el de compensar -hasta un cierto grado- la casual falta de «nutrición» durante el día. ¿Por qué fue el sueño de ayer todo dulzura y lágrimas, el de anteayer juguetón y arrogante, el de antes todo aventura y continua búsqueda sombría? ¿Por qué gozo en uno las inenarrables bellezas de la música, por qué me entrego en otro al vuelo hacia lo alto con el éxtasis del águila, en dirección a las lejanas cumbres de los montes? Estas imaginaciones poéticas que dan rienda suelta y desahogo a nuestros impulsos de dulzura o de bromas o de fantasía, o a nuestro deseo de música y montañas -y cada uno de nosotros tendrá a mano sus ejemplos más adecuados son interpretaciones de nuestros estímulos nerviosos durante el sueño, interpretaciones muy libres, muy arbitrarias, de los movimientos de la sangre y de las vísceras, de la opresión del brazo y de las mantas, de los sonidos de los campanarios, de las veletas, de los noctámbulos y de otras cosas por el estilo. Que este texto, que en general es muy similar para una noche o la otra, se comente en manera tan diversa; que la razón poética se represente, hoy como ayer, causas tan diversas para las mismas excitaciones nerviosas: todo esto halla su fundamento en la circunstancia que el apuntador de esta razón ha sido hoy distinto al de ayer -otro instinto deseaba satisfacerse, activarse, ejercitarse, recuperarse, desahogarse-, se encontraba en la cresta de la ola, y ayer había allí otro. La vida en el estado de vigilia no tiene esta libertad de interpretación de que goza el sueño, es menos poética y desenfrenada -sin embargo, ¿no deberé concluir quizá por decir que nuestros instintos en la vigilia no hacen más que interpretar las excitaciones nerviosas y disponer las �causas� de las mismas sobre la base de su exigencia? ¿Que entre vigilia y sueño no hay esencialmente diferencia? ¿Que incluso en una comparación de estadios de civilización diversísimos la libertad de la interpretación en el estado de vigilia, en uno, no es en absoluto inferior a la libertad del otro en el sueño? ¿Que también nuestros juicios y nuestras valoraciones morales son sólo imágenes y fantasías de un proceso fisiológico que nos es desconocido, una especie de lenguaje convencional con el que se designan determinadas excitaciones nerviosas y disponer las �causas� de las mismas sobre la base de su exigencias? ¿Que toda nuestra denominada conciencia es un comentario más o menos fantástico de un texto inconsciente, tal vez incognoscible, y pese a ello sentido? Tómese una pequeña experiencia vivida. Supongamos que un buen día se note que alguien se ríe de nosotros en el mercado por el que estamos pasando, según que este o aquel instinto se halle en nosotros en su apogeo, tal hecho tendrá una u otra significación -y, según el tipo de hombres que seamos, será un hecho bastante distinto. Unos lo tomarán como una gota de agua, otros se lo sacudirán de encima como un insecto, otros lo utilizarán como pretexto para comenzar una discusión, otros comprobarán si es la vestimenta lo que causa risa, otros meditarán, con motivo de este episodio, sobre el ridículo en sí, y otros por fin experimentarán una sensación de bienestar por haber dado, sin querer, un rayo de sol a la serenidad y esplendor del mundo; en cada caso hallará satisfacción un instinto, ya sean el de la ira o el de la polémica, el de la reflexión o el de la benevolencia. Tal instinto ha aferrado el episodio como si se tratara de su presa: ¿por qué precisamente ese instinto? Porque estaba al acecho, sediento y hambriento. El otro día, a las once de la mañana, súbitamente ante mí, un hombre cayó al suelo como fulminado, y todas las mujeres que pasaban por allí dieron alaridos: yo en persona lo ayudé a levantarse y esperé a que estuviera en condición de hablar, pero durante todo ese tiempo no se me había movido un músculo del rostro, ni había pasado por él un sentimiento de temor o compasión; había hecho, en cambio, lo que era más inmediato y racional, y me marché fríamente. Suponiendo que el día antes me hubieran anunciado que al día siguiente, a las once, alguien caería desplomado junto a mí de ese modo, habría sufrido toda clase de tormentos, no habría podido pegar ojo durante la noche y en el momento decisivo hubiera hecho como el hombre, en vez de socorrerlo. En efecto, en ese lapso todos los instintos posibles habrán tenido tiempo para representarse esa experiencia y comentarla. ¿Qué son nuestras experiencias interiores? ¡Mucho más lo que ponemos dentro de ellos que lo que hay en ellas! ¿O tal vez debe decirse: en sí, dentro no hay nada? ¿Experimentar íntimamente es inventar?»



LA RAZÓN. ¿Cómo apareció la razón en el mundo? De un modo irracional, como debía ser: por virtud del azar. Habrá que descifrar este azar como enigma que es.



LOS DEFENSORES DEL TRABAJO. En la exaltación del trabajo, en los incansables discursos acerca de la bendición del trabajo veo la misma oculta intención que se esconde en las alabanzas de las acciones impersonales de utilidad común: el miedo de toda realidad individual. A la vista que ofrece el trabajo (me refiero a esa dura actividad que se realiza de la mañana a la noche), podemos comprender perfectamente que éste es el mejor policía, pues frena a todo el mundo y sirve para impedir el desarrollo de la razón, de los apetitos y de las ansias de independencia. Y es que el trabajo desgasta la fuerza nerviosa en proporciones extraordinarias y quita esa fuerza a la reflexión, a la meditación, a los ensueños, al amor y al odio; nos pone siempre ante los ojos un mundo nimio, y concede satisfacciones fáciles y regulares... De este modo, una sociedad en la que se trabaja duramente y sin cesar, gozará de la mayor seguridad, y ésta es la seguridad a la que hoy se adora como divinidad suprema. Pero resulta (¡que horror!) que el trabajador es quien se ha vuelto peligroso. Proliferan los individuos peligrosos, y detrás de ellos se encuentra el peligro de los peligros: el individuum.

EN EL GRAN SILENCIO. Junto al mar nos olvidamos de la ciudad. Las campanas tocan el avemaría con un sonido fúnebre aunque dulce en esta hora crepuscular. Aguardad un poco más. Todo se encuentra ahora en silencio. Se extiende el mar pálido y brillante. No puede hablar. A esta hora de la tarde, el cielo representa su eterno papel, revestido de rojos colores, de tintes amarillentos y verdosos. Las rocas y arrecifes que se precipitan en el mar como tratando de encontrar un lugar más solitario, tampoco pueden hablar. Hay una intima quietud. ¡Que hermoso y que cruel es este gran silencio que nos sorprende repentinamente! ¡Que doblez encierra esta belleza muda! Si quisiera, ¡cuantas cosas diría y qué malas serían estas cosas! Su lengua y la doliente felicidad que hay impresa en su rostro no es más que malicia para burlarse de su compasión. ¡Que así sea! No me avergüenza servir de risa a semejantes poderes. Pero yo te compadezco, naturaleza, porque te ha de hacer callar, aunque no sea sino la malicia lo que te hace enmudecer. Si, me apena tu malicia.

Mira cómo aumenta el silencio y cómo se oprime se espanta mi corazón ante una nueva verdad; tampoco él puede hablar; se ha puesto de acuerdo con la naturaleza para burlarse también. Cuando la boca trata de pronunciar palabras en medio de esta belleza, mi corazón disfruta con la dulce malicia del silencio. En medio de éste, la palabra y el propio pensamiento me resultan odiosos. ¿Acaso no escucho detrás de cada frase la risa y el error, la imaginación y la ilusión? ¿Habré de burlarme de mi compasión y de mi propia burla? ¡Oh mar! ¡Oh tarde! ¡Sois seres malignos!: enseñáis al hombre a dejar de ser hombre. ¿Habrá de abandonarse éste a vosotros y convertirse en lo que sois vosotros, algo pálido, brillante, mudo, inmenso, aquietado en sí mismo, elevado por encima de sí?


NOSOTROS, LOS AERONAUTAS DEL ESPÍRITU. Todos esos pájaros intrépidos que vuelan rumbo a lo lejano, a lo más lejano, ¡en alguna parte, ciertamente, los abandonarán sus fuerzas y se posarán en lo alto de un mástil o en una estéril roca, y aún estarán muy agradecidos por tan pobre alojamiento! Pero ¡quién va a inferir de esto que delante de ellos ya no hay inmensos ámbitos libres que han volado tan lejos como es posible volar! Todos nuestros grandes maestros y precursores se han detenido al fin en algún punto, y no es precisamente la postura más noble y elegante la de la fatiga que se detiene; nos pasará igual también a mí y a ti. Mas ¡qué nos importa¡ ¡Otros pájaros volarán más lejos! Esta compresión y creencia nuestra vuela, rivaliza con ellos hacia lo lejos y lo alto; se eleva verticalmente sobre nuestra cabeza y su impotencia y desde las alturas otea las lejanías vislumbrando las bandadas de otros pájaros mucho más poderosos que nosotros que enfilarán hacia donde nosotros hemos enfilado y donde todo es todavía mar, mar ¡nada mas que mar!

¿Y adónde nos encaminamos? ¿Es que queremos cruzar el mar? ¿Adónde nos arrastra este poderoso afán que anteponemos a cualquier goce? ¿Por qué precisamente en esta dirección hacia allí donde hasta ahora se han puesto todos los soles de la humanidad? ¿Se dirá acaso algún día que también nosotros, tomando rumbo al oeste esperábamos llegar a una India, pero que nos tocó naufragar en lo infinito?; ¿O no, hermanos míos? ¿O no?

Friedrich Nietzsche

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